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poeta
Arturo
Corcuera

Breve biografía

Daniel Arturo Corcuera Osores nació en Salaverry, Trujillo, el 30 de septiembre de 1935. Fue hijo de Oscar E. Corcuera Florián y Ana María Osores Amoretti.

Su padre nació en Contumazá, Cajamarca y estudió derecho en la Universidad de La Libertad de Trujillo, su tesis de bachillerato abordó el tema de los derechos de la mujer obrera, obra pionera de la época. Se graduó como doctor en jurisprudencia. Fundó la revista literaria “Golondrinas” y el periódico “La Patria”, escribió artículos, poemas, cuentos y obras de teatro. Fue aficionado al dibujo y la pintura, alcalde de su pueblo Contumazá y posteriormente juez durante 25 años, además de vocal titular de la Corte Superior de Ancash.

Su madre nació en Chota, Cajamarca, se casó muy joven y se dedicó a la crianza de sus hijos. Arturo tuvo 10 hermanos, entre ellos, el también poeta Marco Antonio Corcuera y el pintor Oscar Corcuera. Si bien los hermanos estudiaron en Contumazá, Arturo realizó sus estudios escolares en Trujillo, en el colegio seminario San Carlos y San Marcelo.

Durante sus primeros años de vida estuvo a cargo de su abuela, en cuya casa vivían también su tío Daniel y su tía Victoria. Su madre había tenido un parto complicado que la dejó muy débil, por lo que la abuela de Arturo la convenció para hacerse cargo de su crianza durante un tiempo, argumentando que sería demasiado exigente para la madre conciliar el cuidado de un bebé con el de sus otros hijos.

Fue así como la Mamá Tola se quedó a cargo de él durante un tiempo que fue extendiéndose y llegó a abarcar los primeros 10 años de vida de Arturo, quien creció al lado de sus primos Antonio, José y Zoila, visitando en Contumazá a su madre y hermanos periódicamente, durante sus vacaciones escolares hasta 1945, cuando se mudó a Huaraz con sus hermanos y padres, donde estudió  los dos primeros años de secundaria.

En 1948, su padre falleció cuando Arturo contaba con 13 años y su familia se instaló en Lima, continuando Arturo sus estudios de secundaria en el Colegio Hipólito Unanue.

Posteriormente, inició sus estudios universitarios en Derecho, los cuales siguió durante algunos años, para luego hacer su traslado a la facultad de Literatura, concluyendo dichos estudios en 1963 en la Universidad Mayor de San Marcos. Tras ello obtuvo la beca Javier Prado, la que le permitió viajar a Madrid para realizar, entre 1964 y 1966, estudios de perfeccionamiento en “Teoría de la Expresión Poética” que impartía el poeta, filólogo y crítico literario, Carlos Bousoño, en la universidad de Madrid, hoy la Complutense.

En España, realizó un viaje a Barco de Ávila donde conoció a Rosa Andrino (Rosi) con quien volvería al Perú, y quien se convertiría en su compañera vital y madre de sus cuatro hijos: Javier, Rosamar, Nadiana y Ana Daniela.

Arturo forma parte de la ya mítica Generación del 60, junto con Javier Heraud, César Calvo, Antonio Cisneros, Luis Hernández, Rodolfo Hinostroza, Juan Ojeda, Mirko Lauer, Marco Martos, Abelardo Sánchez León, Hildebrando Pérez Grande, entre otros.

Su poemario Noé delirante se convirtió en un proyecto vital que fue ampliando en sucesivos libros y reimpresiones. Desarrolló una vida muy activa, participando en más de un centenar de festivales poéticos, culturales y por la paz en América, Asia y Europa. Lo que le permitió conocer a incontables personalidades de la cultura y la política internacional.

En su casa estuvieron Víctor Jara, Atahualpa Yupanqui, Raúl García Zárate, José María Arguedas, Chabuca Granda, Nicomedes Santa Cruz, entre muchos otros.

Su vida adulta transcurrió en su casa de Santa Inés, en Chaclacayo, donde vivieron también José María Arguedas y Javier Sologuren, entre otras personalidades, y con quienes mantuvo una intensa amistad.

Sus libros han contado con ilustraciones de destacados artistas como Tilsa Tsuchiya y Gerardo Chávez, entre otros.

Obtuvo importantes premios como el Premio Nacional de Poesía en 1963, Premio César Vallejo en 1968 con su libro Poesía de Clase, Premio Nacional para la literatura Infantil en 1969, Premio Internacional de Poesía Atlántida en el 2002, Premio Internazionale di Trieste di Poesía en 2003, y el Premio Casa de las Américas en 2006 otorgado por unanimidad a su libro A bordo del arca.

Fue integrante de la Comisión de Personalidades a favor de la Infancia compuesta por Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Ernesto Sábato, José Saramago, Elena Poniatowska, Thiago de Mello, entre otros.  En el 2008 fue galardonado con la Medalla del Instituto Americano de Arte del Cuzco junto con Carlos Germán Belli y Blanca Varela. Fue miembro del jurado del Premio Casa de las Américas y del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda en Chile.  En el 2017 el gobierno de Nicaragua le concedió la Orden Rubén Darío y la Cámara Peruana del Libro el Premio FIL de Lima.

En el ámbito laboral, trabajó en el Instituto Nacional de Cultura, hoy Ministerio de Cultura, hasta jubilarse, fue Director del Centro Cultural Peruano Soviético, Director Académico de la Escuela Nacional José María Arguedas, Asesor del director del Fondo de Cultura de México en Lima,  Director de la Biblioteca  en la Casona de San Marcos y profesor de diversas universidades nacionales como San Marcos , La Cantuta y la Escuela Nacional de Folklore, entre otros.

Tuvo tres columnas en medios periodísticos, “Confabulario”, columna semanal que se publicó en diversos periódicos y años como: El Comercio entre 1977 y 198, Expreso entre 1979 y 1980 y en el suplemento de Hoy, entre 1988 y 1990. Su página “La Quinta Espada” se publicó en Visión Peruana entre 1985 y 1987. Y su columna “El Arco de Noé” fue publicada en la revista Sí a finales de los años 90 hasta el 2001.

Fue autor de más de una veintena de libros. Su primer poemario “Cantoral” lo publicó cuando tenía apenas 18 años, en 1953, en Ediciones “Cuadernos Trimestrales de Poesía”.  La mítica editorial Rama Florida, de Javier Sologuren, publicó tres de sus libros. Dentro de sus obras más reconocidas se encuentran Noé delirante (primera edición 1963), Primavera Triunfante (1963)  y Poesía de clase (1968). Los últimos fueron Balada de la Piedra, del amor y de la muerte, Vida cantada, memorias de un olvidadizo y Celebración de tu cuerpo.

En su obra son una constante su singular preocupación por los niños y la naturaleza, como lo demuestran sus libros Canto y Gemido de la Tierra y Declaración de Amor o los derechos del niño, entre otros.  Se han publicado antologías de su poesía en diferentes países como España, Italia, Bulgaria, Rusia, Alemania, Brasil, Colombia, Francia, Grecia, Holanda, México y Serbia.

Arturo falleció en Lima, el 20 de agosto del 2017.

Extracto de
«Vida cantada, historias de un olvidadizo»

Autobiografía,
por Arturo Corcuera

Reseña

Vida cantada
(memorias de un olvidadizo),

Mi nacimiento

Nací por accidente en el puerto de Salaverry. Allí acababa de poner su farmacia mi tío Daniel y mi abuela acababa de enviudar. Mis padres residían en Contumazá, un pueblo de la sierra cajamarquina, de donde son oriundos casi todos mis hermanos. Yo todavía flotaba en la inmensidad del universo.

Era átomo, mínima partícula de estrella perdida en el cosmos.
Aguardaba un claustro materno donde germinar en algún planeta.
Recuerdo el color naranja de la Tierra.

Mi madre, en estado grávido, realizó el viaje anual de visita que hacía a mi abuela (todavía no era mi abuela), y las lluvias que se adelantaron aquel año le impidieron el regreso oportuno. Los médicos le hicieron ver lo riesgoso que resultaba regresar en meses de tormenta por angostos caminos, tasajeados de precipicios, que conducían a Contumazá. Yo empezaba a vestir, en el interior de la placenta, mi escafandra.

Me veía como en un acuario… y mi silueta de renacuajo humano se perfilaba a medida que pasaban los días. Esperaba turno para que mi pequeñeja figura de alga, enredada de yuyos, apareciera con salvas en el planeta Tierra. Un varoncito también alegra a la familia. Eran tiempos del apogeo de los puertos. No existía la carretera Panamericana y la gente se trasladaba por barco al Callao para llegar a la dorada Lima. Salaverry era un puerto de casas de madera, lo más parecido a las poblaciones del oeste norteamericano. De madera eran hasta sus veredas. Había más de una vistosa glorieta en lugares públicos. No llegaba aún la electricidad, se utilizaba en las casas y en las calles lámparas y faroles de gas. Tampoco existía agua potable. Repartían el agua cargándola en mulas los aguateros con robustos porongos. Cuando llegó la primera planta eléctrica fue todo un acontecimiento, íbamos todos a mirar esa colosal máquina que estremecía, como un paquidermo de metal, las viviendas. Su traquetear se escuchaba en todo el puerto.

Ocurrió también así cuando llegó el cine, al que acudían los espectadores cargando sus sillas y la película se proyectaba rollo por rollo. A Trujillo se viajaba en autovagón, las góndolas vendrían después. Desde las ventanillas, cuando niños, veíamos regresar agitados a los veloces árboles. Me los imaginaba volviendo de comprar pájaros y nidos en los mercados de la campiña de Moche, ese pintoresco pueblito norteño que frecuenté en mi niñez, desplazándome entre el mar y el campo. A este territorio de arenales y remolinos, de barcos que partían a países lejanos, de aves que retornaban en filas infinitas, de muelles, cangrejos y lagartijas, me trajo mi madre. Mi llanto, al aparecer renacuajo de diminuta forma humana, / fue mi primera expresión de protesta y de hacer silbar las sílabas. Diría que el mar me reclamó y me tendió sus redes. Me despegué de las entrañas de mi madre como pejesapo aferrado a las peñas. La atendió una vieja comadrona que hacía de ginecóloga. Alumbrarme casi le cuesta la vida a mi madre. No bien llegué a sus brazos, a los pocos días, comenzó a consumirse en fiebre. Fue desahuciada por los médicos de Trujillo y tuvieron que llevarla de urgencia a la capital. La vieron muchos facultativos y fueron diversas las opiniones. Fue el doctor Tomás Escajadillo quien hizo el diagnóstico certero y dio las orientaciones correctas para el tratamiento de la fiebre puerperal, infección difícil de combatir en aquellos tiempos en que no existía la penicilina. Ha sido un milagro, decía mi abuela (la Mamatola), doña Zoila Osores Amoretti. Atribuía a sus oraciones el hecho de que se hubiera salvado. Su convalecencia fue larga y delicada, mientras yo pernoctaba en el regazo de mi abuela y succionaba el pecho de las madres que se ofrecían para amamantarme. Se trataba de macizas mujeres del puerto que me ofrendaban sus manantiales de leche.

Cómo voy a olvidar a la gente del pueblo que desde mi nacimiento me ofreció las esencias con las que se alimentaría más tarde mi poesía! Mi infancia Yo soy el séptimo hijo. Mamá quedó muy frágil, impedida de realizar los pesarosos trajines que ocasiona la crianza. La esperaban en la sierra seis hijos, de crecimiento escalonado. Mi abuela, que cada día se encariñaba más conmigo, la convenció de que me dejara con ella hasta que recuperara energías y yo, más grandecito, no le acarreara tantos esfuerzos y desvelos, a ella que había quedado tan delgada y sin fuerzas. Otros niños la necesitaban. Fue de este modo que me quedé en el regazo de la Mamatola. Ella se hizo cargo de mí. Me crió junto al mar, como si el mar también me hubiera reclamado.

Mi abuela tenía el instinto maternal muy desarrollado. Si de ella hubiese dependido hubiera criado a todas las criaturas de la Tierra. Se apoderaba de nietos propios y ajenos. A todos les brindaba su amor y sus cuidados. Fue una madre de mucho temple, amorosa y engreidora. Como buena hija de padre italiano, sabía preparar la masa de los espaguetis y nunca faltaron en la mesa los exquisitos tallarines domingueros que el paladar y el corazón añoran.

En mi memoria aparece también mi tía Victoria inundando de juventud nuestras vidas. Cómo quisiera esa vitalidad para mi poesía! Se me hace miel la boca al recordar los caramelos de chocolate (inigualables) que preparaba mi tía para el consumo familiar. La ayudábamos los niños a envolverlos, solo por esconder algunos en nuestras mangas o pegarlos bajo el tablero de la mesa para cosecharlos después. Esos tofis elaborados por sus manos aún continúan endulzándonos.

El mar es otro de los seres celestes que aparecen en mis sueños. Tenía el pelo blanco como el de mi tío Daniel en su edad madura y, como él, nos cobijaba y nos abastecía de peces para que no faltaran sobre la mesa. Nos proveía de caracoles en los que oíamos la voz de los ahogados y de atardeceres que llenaban de colores nuestras fantasías. El mar está tan metido dentro de mí que a veces me despierto oyendo el agitar de sus olas, el ronco pitar de los barcos y el piar casi humano de las gaviotas. El mar fue el primer poeta que oí recitar y el que más ha influido en mi obra: Planeando una isla ignota / perdida entre mar y cielo / mi infancia fue una gaviota. / Soy yo o solo es mi pena, / cierro los ojos y veo / un niño solo en la arena. Mis primeros juguetes fueron esqueletos de aves marinas, estrellas de mar de color naranja pálido, el casco de los caracoles, los caparazones vacíos, desarmados, de los erizos. Corría detrás de las lagartijas, de los carreteros que se ocultan en los huecos que cavan previamente en la arena. En las playas limeñas los llaman arañas de mar. Me gustaba observar a los pájaros marinos y, como ellos, quería volar, conocer otros mares, otras lejanías. Los vapores, los trabajadores de los muelles, las madrugadas de los pescadores que partían en sus lanchas hasta el atardecer, hora en la que volvían teñidos de rojo como desprendidos del ocaso. No faltaban los mítines de los obreros, las huelgas de ferrocarriles. Este fue el universo que durante el día tatuaron los ojos de mi infancia. Por la noche, en sueños se me aparecían los ahogados, los barcos hundidos, el pescador perdido en las distancias remotas, los cuerpos no hallados de los suicidas lanzados desde las empinadas rocas, los marineros muertos en reyerta de malandrines. Probablemente, todo esto se debía a las historias de aparecidos que nos contaban las criadas a la hora de dormir.